Es el templo francés por excelencia. Y se lo asocia con momentos esenciales de la historia del país. La vieja dama une el pasado con el futuro.
“Se fue una parte de nosotros”, dijo anoche el presidente Emmanuel Macron con un temblor en su voz. No exageraba. Pocos símbolos condensan la historia del país como la catedral de Notre Dame, un sentimiento compartido que une a los franceses desde hace ocho siglos. Su incendio -y esto es lo relevante a estas horas- es un golpe formidable al imaginario nacional. Sobreviene en un momento político complejo, con un país cruzado por las divisiones y una creciente desconfianza entre clases.
Dedicada a María, la madre de Jesús, la catedral se sitúa en la pequeña isla de la Cité, abrazada por las aguas del Sena, en el corazón de Paris y en el mismo asiento donde surgió la actual capital, la antiquísima Lutetia, en épocas romanas.
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